POR:
Eliana Castro Gaviria1
“Una cosa no acepto.
Volver a ese lugar.
Renuncio al privilegio
de la presencia.
Te he sobrevivido suficiente
como para recordar desde lejos”.
Wislawa Szymborska.
Era una niña muy tímida, calmada. Me mantenía jugando con muñecas; todas se llamaban Valentina*, como la protagonista de Las Juanas, una telenovela de los años noventa. De las cinco hermanas, Juana Valentina era la más valiente, la más bonita y administraba su propio negocio. Yo soñaba ser como ella. Estábamos entretenidas, jugando, cuando escuchábamos los primeros gritos y salíamos corriendo. Mis papás no discutían solamente con palabras; si mi papá sacaba un cuchillo, mi mamá sacaba otro; si mi papá amenazaba con un machete, ella respondía con otro. Apenas escuchábamos gritos o malas palabras, recogíamos los cuchillos y los machetes del cajón de herramientas y los tirábamos en una zanja que había detrás de la casa. Cuando no alcanzábamos nos metíamos en el medio. Mi hermanita tenía seis años, y yo unos tres, pero vivíamos con miedo de quedarnos solas.
Vivíamos en Manrique Oriental. Mi papá era oficial de construcción, y mi mamá limpiaba ventanas de edificios muy altos. Guardo en mi memoria ciertos y contados recuerdos felices: los juguetes del Niño Dios, los nacimientos de mis hermanos o los primeros años de la escuela. En primero, gané cuatro medallas por buen comportamiento, dedicación, responsabilidad y excelencia. Pero mis papás peleaban mucho. Ni siquiera dormían juntos. Desde que tuve memoria y hasta que se separaron, mi mamá dormía en un cuarto con alguna de nosotras y mi papá en la sala. Cuando cumplí ocho años, mi mamá vendió la casa y compró otra. Ya había nacido mi hermana menor. Recuerdo que mis papás salían a trabajar de madrugada y a mí me tocaba llevarla a la guardería. Mi hermana mayor ya no vivía con nosotros porque a ella le gustaba la calle, y mis papás no aceptaban eso. Yo me quedaba sola toda la mañana hasta que me iba para la escuela, y lloraba, lloraba mucho. Lloraba porque me daba miedo la soledad.
Perdí tercero de primaria. Mi mamá se metió en problemas con unos vecinos, y nos tuvimos que ir del barrio. La vida siguió. Mi papá se fue convirtiendo en líder, y como presidente de la Junta de Acción Comunal ayudó a construir el camino que subía hasta nuestra casa. Yo seguía estudiando. Me gustaba mucho escribir, tenía hasta un diario, pero odiaba las matemáticas y el inglés. Entonces perdí séptimo. No por los números sino porque me enamoré de un muchacho. Qué pesar de mí. Estudiábamos en el mismo colegio, y yo pegaba carreras para verlo pasar nada más.
Cumplí quince años, empecé séptimo de nuevo y conocí nuevas amigas. Para los quince, mis papás me dieron una muda de ropa y me hicieron un almuercito, los vecinos me dieron la torta y bailamos hasta las nueve de la mañana. Mis amigas le dijeron al muchacho que me gustaba que fuera a la fiesta y él me acompañó un rato. Bailamos un vallenato, amacizado. Él me daba vueltas, y yo ni sabía qué hacer. Era muy calmada, muy tímida. Mientras mis hermanas estaban en la calle, bailando en fiestas o saliendo con muchachos, a mí me gustaba estar en la casa, viendo televisión y tomando agua de panela. Ese era mi plan favorito. O ayudar a empacar los mercados que mi papá conseguía para gente más pobre que nosotros. O cobrando la entrada de los bingos que él organizaba para mandar a lavar los tanques. En uno de esos bingos fue que conocí al papá de mis dos hijas.
A los bingos llegaban los muchachos que cuidaban el barrio y nosotras bailábamos con ellos. Era normal. Mi hermanita menor tenía muchos amigos en esos combos. Ellos no llevaban armas, iban solamente a vigilar que no se metiera nadie extraño. En esa época, cuando cumplí los dieciséis, uno de los combos sacó a otro y hubo muchos muertos. A los días conocimos a los nuevos muchachos, y uno de ellos me echó el ojo.
Ni siquiera me dijo el nombre. Me sacó a bailar y bailamos toda la noche. Yo no me la creía. En ese entonces, me mantenía con unos pantaloncitos cortos, unas chanclitas sucias, una camisetica, y pensaba: a mí qué me va a parar bolas un hombre. Al final de la noche, como estaba lloviendo, me prestó un saco y me dijo que después lo reclamaba. Él sabía dónde vivía yo, porque desde el morro de mi casa hacían vigilancia. Ahora es que pienso que él ya me tenía fichada, porque cada vez que yo bajaba a la tienda o iba a hacer algún favor, se me aparecía y me invitaba a gaseosa y a chocolatina.
Me visitaba casi a diario. A mí no me gustaba, porque nunca me han llamado la atención los monos sino los morenos, y él era muy blanco, resplandeciente. Le decían así: el Mono. A veces iba y me decía que le diera tinto, y como yo le respondía que no había se aparecía con una bolsita. Como no le quise dar el número del teléfono, se lo consiguió con mi hermanita. Me contó que se llamaba Felipe. Salíamos, charlábamos, pero cada vez que yo me devolvía para la casa no me quedaba pensando en él. Una tarde, llevó chocolate, galletas, quesito, arepa y huevos, y les dijo a mis papás que necesitaba hablar con ellos. Estábamos sentados en unos muebles rojos, cuando les pidió permiso para salir conmigo. Ese día nos hicimos novios. A mí me cogieron a quemarropa, por eso dije que sí. A mí él ya me estaba gustando, pero del taponazo fue que dije que sí. Yo no quería. Nunca me imaginé que nosotros íbamos a durar todos esos años.
Unos seis meses después, me fui a vivir con él. Mi mamá ya no vivía con nosotros, yo respondía por mis hermanos y me daba susto quedar en embarazo, porque en esa época decían que con un beso uno quedaba en embarazo. Yo era tan inocente, tan ignorante, que él me enseñó a planificar. Ese 22 de febrero de 2004, sábado, a las nueve de la noche, el Mono habló con mi papá, recogimos mis cosas, que no eran muchas, y nos fuimos a vivir con la mamá de él, el esposo de esa señora, una hija y el cuñado. Esa casa era una locura. A mí nunca me quisieron allá. Al día siguiente, a las seis de la mañana, la mamá me levantó a los gritos y me puso a hacerle el desayuno. Me insultaba, me zarandeaba, y cuando el Mono llegaba le decía que yo no le ayudaba con los quehaceres, que no hacía comida, y ese langaruto no decía nada. Después empezó fue a pegarme.
No me acuerdo de la primera vez que me pegó. Me regañaba, me sacudía, me tiraba al piso, pero para mí eso era normal. Era como si me dijera “Hola, cómo estás”, porque al ratico se me acercaba y me decía “Amor, ¿ya está lista la comida?”, y yo respondía: sí, mi amor. Uno por qué tiene que ser tan bobo. Peleábamos mucho. Si yo decía verde, él decía azul y me pegaba. Me estrujaba y me decía que él sabía cómo pegarme para que nadie se diera cuenta, y era verdad: me dejaba mallugada, adolorida, pero sin moretones.
Me fui enterando de varias cosas. No se llamaba Felipe sino Antonio; había crecido en la calle porque su mamá no lo quería, decía él; fumaba marihuana y metía perico; cuando me conoció vivía con otra muchacha. Una noche, los manes del combo fueron por él a la casa y se lo llevaron porque no había cumplido con una ronda. Él les dijo que recién se había ido a vivir con una peladita y que quería pasar la noche con ella. Al otro día llegó y, del susto, a mí se me despertó el amor. Me pegaba, pero yo no me imaginaba la vida sin él.
Quedé en embarazo. El Mono me llevaba todas las cuentas: sabía cuándo me venía, cuándo se me iba, cuántos días me duraba. Supo antes que yo que estaba embarazada, y parecíamos la pareja más feliz del mundo. A él lo dejaron salir del combo por el bebé. Empezó a trabajar en la Minorista de cotero, y le iba muy bien. Cada ocho días le compraba un vestidito al bebé y me invitaba a comer. En ese tiempo, yo le dije al Mono que nos fuéramos a vivir aparte, que yo no aguanta ni las peleas ni los insultos de su familia. Ahí mismo nos resultó un apartamentico pequeñito, apenas para nosotros, un par de cuadras arriba. El dueño del apartamento le vendió un lote y ahí construimos la casita nuestra.
El parto de Valentina fue muy lindo. Seco, porque no había agotado el líquido amniótico, pero bonito. La gente decía que en un parto seco uno tenía un pie en el cielo, pero yo salí fácil. Valentina nació muy bajita de peso, muy larguirucha, ojona como yo. Tratamos de vivir solos, pero peleábamos tanto que por temporadas yo volvía a vivir con mis papás o nos íbamos para donde la mamá de él y allá no me pegaba tanto. Cogió el vicio y empezó a jugar a las maquinitas. Pasaba días sin ir a la casa. Me dejaba aguantar hambre con la niña, y llegaba a pegarme cuando no encontraba comida. Mi relación con la familia empeoró. La hermana empezó a decir que yo tenía cinco mozos en otro barrio. Un día estábamos alegando por esos chismes, y de la rabia yo me lancé a arañarla. Yo me había dejado crecer las uñas porque el Mono era muy patán, y esa era mi defensa. Poquito me sirvieron mis uñas largas y duras con él, pero sí con ella. Le volví nada la cara mientras la mamá me gritaba “Perra, tiene enyerbada al Mono” y el Mono era toteado de la risa.
Me le paré al Mono y le dije: voy a terminar mi bachillerato. Valentina ya tenía cinco años. Yo salí del colegio cuando lo conocí porque a él no le gustaba ni que yo aprendiera. El Mono me dijo que no me iba a ayudar, porque yo lo que quería era conseguirme un mozo. A mí no me importó. Con los diez mil pesos que mi hermana me pagaba por cuidarle a mis sobrinos, compré la camisa del uniforme y los cuadernos. Él me terminó comprando el bolso. Empecé a estudiar las noches de los martes y de los jueves, y después las mañanas de los sábados. La pasaba muy bien en el colegio. Me relajaba, aprendía, me reía con mis amigos. A veces el Mono se aparecía en los descansos, dizque a llevarme el algo, pero yo sabía que era a vigilarme. Se quedaba un rato largo en la portería, mirándome.
Valentina me acompañaba a las clases. Me tocaba explicarles a los profesores que no tenía con quién dejarla porque el papá se mantenía jugando maquinitas y tirando vicio. Mientras yo escribía, ella me dibujaba. A mí me encantaba escribir, pasar cuadernos, tomar nota y anotar frases que se me iban ocurriendo; ya no tenía diario porque el Mono era muy fastidioso y me esculcaba las cosas. Tres años después, me gradué. Unos días antes de la ceremonia, los profesores nos organizaron una comida. Me puse un vestido negro strapless con una cinta dorada en la cintura, y unos tacones bonitos. Le pregunté al Mono si me dejaba ir a una fiesta después de la comida, y me dijo que no. Yo de todas maneras me pensaba volar, porque mi mamá estaba cuidando a Valentina, pero cuando salimos me estaba esperando en la portería. No lloré de la rabia porque delante de él nunca lloré. Al otro día, mi mamá, el Mono y Valentina me acompañaron a recibir el diploma.
Volví a mi rutina, la vida que conocí con él. Si acaso salía de la casa a reclamar las notas de Valentina o cuando me volaba a conversar con Luisa, una amiga. Me acuerdo de un día en que el Mono llegó furioso pidiéndome la comida, y como yo le contesté con la misma rabia que se esperara me tiró una bota de esas Brahma en la cara y empezó a pegarme. Ese día me tocaba ir por las notas de Valentina. Apenas la secretaria del colegio me vio con los ojos llenos de lágrimas, me preguntó qué me pasaba y yo le conté. Me metió a unos talleres de mujeres en una fundación. Yo iba nada más por salir. Me hablaban de mujeres maltratadas, ultrajadas, insultadas, pero yo no paraba bolas. Decía: sí, se parece a mi historia, pero nada más.
El Mono prestó una plata en la Minorista y como no la pagó no pudo volver. Consiguió un puesto de comidas cerquita a una estación del metro y empezó a vender carnes asadas y chocolate con arepa. Valentina y yo lo acompañábamos hasta la madrugada. Un día me contaron que él estaba saliendo con una peladita de 17 años que vendía tinto. No era la primera vez, yo ya le había pillado varias mujeres, pero esa vez me dolió porque yo estaba decidida a tener a nuestro segundo hijo.
Le reclamé, me pegó, pero dejó de salir con la niña. Ahí fue cuando decidí quitarme el dispositivo y quedar embarazada. Quería tener otra hija, y que las dos niñas fueran del mismo papá. A mí no me importaba que el Mono me pegara, porque mis hermanas tienen hijos de hombres diferentes y ninguno les ayuda. El Mono, como sea, estaba pendiente de nosotras. El embarazo de María José fue muy bonito, calmado, aunque él sostuvo la ilusión de que fuera un niño hasta el último día. Como pasó con Valentina, la calma de los embarazos le duraba muy poquito, hasta que nacían. Le molestaba que la niña llorara o que lo buscara. Me repetía que él no quería tener a una niña. Volvió a coger el vicio. Se gastó una plata que no era de él y se quedó sin trabajo. Seguía humillándome, maltratándome, no había ningún momento de paz, y ahí fue cuando empecé a ponerle más cuidado las reuniones de mujeres, desde eso vengo con un proceso de sicólogo. Aprendí a abrirme más, a verme más; descubrí que soy una mujer detallista, amorosa, dedicada, esas cosas que yo no sabía de mí porque el Mono me decía que yo no era nada.
Una semana antes de que cumpliéramos 17 años juntos, me dijo que termináramos, que nosotros no nos entendíamos porque yo era muy grosera. A mí se me cruzaron muchas razones por la cabeza, las reuniones de la fundación y las palabras de un amigo de mi hermana diciéndome que yo no merecía una vida de golpes, y le respondí que estaba bien. El Mono me propuso que como yo no trabajaba, me podía quedar en la casa cuidando a las niñas, cocinando y haciendo oficio. Acepté. Parecíamos dos extraños. Por la noche, cada uno se encerraba a chatear: él con sus amiguitas y yo con el amigo de mi hermana.
El Mono seguía desapareciéndose por días, pero a mí no me importaba. Un domingo, aproveché para cuadrar una salida con el muchacho. Aunque el Mono y yo no teníamos nada, él me repetía que si me veía con alguien más me mataba, y yo todavía le tenía mucho miedo. Ese día, apenas puse un pie afuera de la casa, apareció. Me preguntó para dónde iba y yo le respondí que iba a verme con una amiga. Seguí caminando y me di cuenta de que me seguía. Me tocó llamar al muchacho y decirle que no nos viéramos.
Me devolví para la casa, enojada y con ganas de llorar. El Mono ni siquiera llegó a dormir. Esa tarde, me gritó que le entregara el celular. Yo le decía que si estaba loco, que la despegara, que yo nunca le había pedido el celular. Me metí al baño y apenas salí me lo arrebató. Empezó a revisar los mensajes y yo, por primera vez, no había borrado las conversaciones del día anterior. Pensé: aquí fue. El primero golpe me mandó al piso. No podía respirar. Me iba a empezar a da más golpes, pero las niñas se metieron. Valentina me ayudó a abrir la puerta y me eché a correr. Subí y bajé todas las escalas del mundo. Sentía al Mono encima. Logré esconderme en la casa del hermano de él, la más cercana. No supe cómo subí esos tres pisos. Mi cuñado apenas me decía: quién sabe qué le hizo. Al ratico, aparecieron Valentina y María José, descalzas, sin saco y llorando.
Desde ese día, María José y yo estamos viviendo con mi mamá. Valentina está viviendo con el papá porque dice que la abuela es muy cansona. Yo le respondo que de aguantarme al Mono que me pega y me humilla, me quedo con mi mamá. Tengo muchos sueños. El primero es conseguir un empleo para no depender de nadie, porque en mi casa ninguna trabaja y el Mono me amenaza diciéndome que se va a llevar a Salomé. A veces me pide perdón, me dice que regresemos, pero yo no quiero. Ahorita leí una frase que decía: “Extenderé mis alas al viento. Mi propósito es volar, cuidar de mí”. Yo creo que me sale.
*Los nombres de los involucrados en esta historia fueron cambiados por petición de la fuente.
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1. Comunicadora social - periodista de la Universidad de Antioquia. Ha escrito crónicas para medios como Universo Centro, el periódico universitario De la Urbe y la Revista Universidad de Antioquia.